La Choza
Fue construida en la cima de la loma a la entrada del pueblo, desde la cual se domina todo el valle. Como un callejón se obserban los
inmensos cerros de la precordillera de Los Andes y cuyas laderas alfombradas de parronales, regalan tranquilidad; a los pies de
las montañas serpentea alegre y festivo el Río Grande, hasta donde alcanza
la vista, se ve a los campesinos trabajar bajo un sol abrazador.
El rancho había sido levantado con tablones viejos, una tabla mal clavada
sobre la otra, tenía una sola
habitación, que servía a la vez de salón, cocina y dormitorio; en su interior
había una cama hecha de jergones y cubierta con un colcha
desteñida; sobre una mesa construida con los mismos tablones, descansaba una
cartera de raso de un vivo color rojo. El techo de lona agujereado, producía
extrañas sombras en el suelo de tierra mal apisonada. En el pequeño patio había
un tendedero de ropa, fabricado con unos palos retorcidos y un alambre,
en el cual, se batían al viento una peluca rubia, una estola de plumas y un
bolero de lentejuelas rojas.
El Circo
“¡¡Pasen a ver el circo!! ¡¡Vengan a ver el circo!! ¡¡Hoy como ayer y por un
año más, El Gran Circo Monte Carlo!!” El estribillo retumbaba por los altavoces
de una Ford antigua que circulaba lentamente por la calle principal y única del
pueblo; detrás del vehículo, desfilaba la banda que sonaba entusiasta dirigida por
Fernando, más conocido como el Enano,
apodo que recibía por sus 135 cm. de altura, que alcanzaba gracias a unos altos suecos que no se quitaba jamás. Cerraba
la comparsa una cebra, importada de África, la cual trataba de acomodar su paso
al ritmo de la pegajosa música.
Cuando la banda dejaba de tocar y la cebra de rebuznar, hacia su entrada el
pregonero, quién invitaba entusiastamente a todos los habitantes de El Coipo, a
disfrutar de las funciones que transcurrirían toda esa semana de febrero. La
hora de inicio de cada función sería a las ocho, una vez que el sol caía al
atardecer sobre las majestuosas cumbres andinas y una suave brisa bajaba de los
altos picos, refrescando los tórridos días de verano.
Los habitantes del pueblo estaban emocionados con la llegada del circo, todo
el mundo hablaba del colorido de la cebra, del saltimbanqui y sus piruetas, de
la centena de huevos que comía Iván el forzudo y sobre todo de Priscilla, la
bella y delicada rubia de lentejuelas rojas.
Una desvaída alfombra roja, disimulaba la dura tierra llena de pedruscos de
la cancha de fútbol en que se había situado el coliseo; las graderías estaban
construidas con nudosos tablones, de los cuales sobresalían innumerables
clavos, que a pesar de los tantos martillazos, siempre volvían a emerger, lo
que convertía en una hazaña para el espectador, el salir indemne con su
vestimenta. La carpa estaba amarrada con unas cuerdas deshilachadas a unas
estacas despintadas; lo que daba la impresión, que al primer ventarrón, haría
volar por los aires carpa, público y farándula incluida.
Las Periquitas
Era el centro social, lugar de reunión obligado para los varones del
poblado, único boliche de El Coipo, regentado por Pepe Vázquez, alias el Coronta,
apodo que se había ganado, cuando pasado de copas, trataba de demostrar su
dudosa hombría y en un acto ostentación, sacaba su miembro viril, del
cual sobresalían unos vellos rojizos que daban la apariencia de una coronta de
maíz. Las Periquitas era un burdel de mala muerte con unas cuantas mesas cojas,
sin manteles, habitualmente cubiertas de botellas de cerveza, la mayor parte ya
vacías. La música alegre y contagiosa se escuchaba desde que entrabas hasta que
salías del pueblo. El recinto atraía a mucha gente, los precios eran muy
asequibles y más que las copas, lo eran las fulanas.
El Coronta pasaba la noche
divirtiendo con su graciosa presencia a los clientes, solía invitar a copas a
los más guapos y atractivos de los alrededores, con el mal disimulado afán de
emborracharlos, una vez conseguido su objetivo, se ofrecía gentilmente para
llevarlos a sus casas. Al día siguiente, una maliciosa sonrisa adornaba su cara
durante todo el día; muy distinto era el aspecto del ingenuo mancebo, quien
despertaba con una lamentable resaca y un inexplicable escozor en sus íntimas partes.
Juaniquillo mano derecha y vasallo
fiel de don Pepe, era el encargado de
dar la bienvenida a los clientes, mantener el orden y dar protección a las
mujeres. Personajillo marrullero y cojitranco, del cual no se sabía que era más
peligrosa, su afilada lengua o su navaja.
Cerraba este heterogéneo grupo, cuatro cortesanas, que de lejos lo parecían
y de cerca no quedaba la menor duda, aportaban al negocio una importante cuota
de amor, cuota que subía y bajaba dependiendo del precio que pagaba el usuario.
Un día apareció inesperadamente en el burdel una ambulancia, escoltada por
el sargento Matamala, quién ordenó el traslado de dos Pericas: la Mote y la Jacky quienes fueron
trasladas al hospital de Ovalle. Se les notificó que ambas podían estar
infectadas, por lo tanto, tendrían que pasar una revisión médica urgente. En el
pueblo corrió rápidamente el rumor que ambas eran portadoras del SIDA. Los
vecinos estaban asustados y las mujeres corrían despavoridas desde la comisaría
a la iglesia, del confesionario al centro de salud, tratando de averiguar si
sus “leales” maridos estaban entre los infaustos. Aprovechando el pánico, más
de una cogió a hijos y partió rumbo a Calama con el respectivo amante,
abandonado al esposo por “guarro infiel”. Finalmente todo quedó en un mal
susto, solucionado por incontables y dolorosos
pinchazos de penicilina, que se impartió a medio pueblo
La Función
Ya había actuado Fernando, el payaso, también director financiero de la
empresa y que previamente y sin maquillaje había cobrado las entradas, vendido
palomitas, cacahuetes y manzanas confitadas.
El número del saltimbanqui había sido un éxito, personaje que también
ejercía de trompetista y encargado de la enfermería. Su actuación junto con la
del trapecista eran las más emocionantes; el circo no tenía red, esto producía
un silencio absoluto entre los espectadores, el pánico se palpaba, ya que si
caían, con seguridad no les daría tiempo a contarlo.
Se anunció a continuación por los altavoces, que por una módica suma de
dinero adicional, el respetable público podría ver actuar a la rutilante
estrella de lentejuelas rojas, Priscilla, la
Loca de la cartera, todos permanecieron en su sitio.
Con un redoble de tambores se iniciaba la segunda parte del programa. Las
luces se iban atenuando cada vez más. Empezaba a sonar la suave y cadenciosa
música del Bolero de Ravel, interpretado por el oboe de Jean Pierre, (músico,
presentador oficial y prestidigitador). Entraba Priscilla, toda rubia y
carmesí, 20 años recién cumplidos, unas interminables piernas le daban una
apariencia elegante y sofisticada, que no correspondía a la pobreza del entorno.
La melodía la envolvía en un aura mágica, se contoneaba, sonreía y miraba
coqueta a la galería. Una ovación cerrada premiaba el comienzo de su actuación,
a medida que sus canciones se iban sucediendo, se mezclaba cada vez más entre
la muchedumbre, provocándolos con su erotismo, se movía con sensualidad,
agitaba su estola, las plumas rojas caían lentamente al suelo de tierra.
Insinuaba unos generosos pechos ayudada por un sujetador relleno de goma
espuma. Cantaba y bailaba, estaba en medio de un gentío eufórico. Un espectador
deslumbrado, cogió su mano y la besó, lo premió con una sonrisa cautivadora,
otro más osado tocó sus piernas, la Loca
de la cartera se giró con destreza y le dio un golpe certero con su cartera
de raso, rellena con un montón de bolitas de plomo. El hombre se sonrojó, el
público estalló en carcajadas; mientras más atrevidos, más tortazos repartía la
artista y más reía la audiencia. Al final, sólo en ésto consistía su gracioso
número y el éxito de su representación.
Todo funcionaba a la perfección hasta que se acercó al necio del pueblo, Juaniquillo, que como todos los tontos,
se creía el más avispado, quiso ir más lejos que los demás, metió su
zarrapastrosa mano en la entrepierna de la artista, ella, indignada lo golpeó
con todas sus fuerzas en la cara. ¡Fue terrible! La multitud enmudeció, el
hombrecillo cayó de lo alto de la gradería, con tan mala fortuna que en su
caída, uno de los tantos clavos que sobresalían del entablado desgarró su
espalda, su camisa blanca se tiñó de rojo, había sangre por todo y, a
consecuencias del golpazo, uno de sus ojos adquirió un extraño color violáceo.
Con el escándalo hizo su aparición el sargento Matamala. No hubo forma de
sacarle palabra alguna al accidentado, por este motivo, enfadado, ordenó el
inmediato traslado del infausto a la casa de socorros. La principal sospechosa
era la cantante, estuvo a punto de ser detenida, por poco cierran el circo,
alegando el policía, faltas a la integridad de las personas y a la salud
pública. Más tarde Juaniquillo haría
toda clase de comentarios insensatos sobre la bella protagonista, a los que,
por supuesto, nadie daría crédito.
Al día siguiente e intrigado por los comentarios, Pepe Vázquez se vistió de tiros largos, demasiado ostentoso para la
ocasión; sacó la entrada más cara, en primera fila, por supuesto; con respaldo y
cojín. Su presencia destacaba entre el público, pelirrojo, alto, distinguido y guapo;
había estudiado en un buen colegio, la educación y su casa habían sido la única
herencia familiar, vivienda que él transformaría con el tiempo en Las
Periquitas.
En cuanto la actriz entró al escenario, llamó su atención aquel elegante y
apuesto varón sentado en primera fila. Aunque no hubo tantos carterazos y el
público no pudo reír como en ocasiones anteriores, el Coronta quedó maravillado con su voz y su actuación. Tanto que al
término de la función fue a felicitarla, la besó en la mejilla, inmediatamente una
poderosa fuerza lo estremeció de los pies a la cabeza, ella a su vez, se sintió
profundamente conmocionada, ¡¡fue un auténtico flechazo!!.
La cita
Había pocos clientes esa noche en Las Periquitas, ella disfrutaba del
momento, hacía mucho que no tenía ocasión de estar con un hombre tan atractivo
y galante, en cambio, a él no le dejaban de dar vueltas en la cabeza los
comentarios viperinos de Juaniquillo,
esto lo inquietaba y seducía al mismo tiempo. Le pidió que cantara, ella
accedió con provocación, añadiendo que no sólo cantaría sino que, además,
bailaría para él.
Esa noche el cojitranco permitió sólo la entrada a "lo mejor de cada
casa", advirtiendo de ante mano, que Priscilla era la invitada de honor y
no se permitirían desmanes, de lo contrario tendrían que vérselas con él. Había
venido gente de todo el valle a ver a la rubia circense, las noticias vuelan en
los pueblos pequeños. Corría más vino y pisco que agua en el río, el negocio
iba sobre ruedas, el dueño invitó a una ronda a todos los clientes por la salud
y felicidad futura de la intérprete, todos vitorearon.
El Coronta estaba encantado con su pícaro proyecto, no sólo aumentaría
las posibilidades comerciales de su negocio, sino también, sentía un
incontrolable deseo de seducir y poseer a la actriz. Fue directo al grano, le
ofreció nombrarla estrella exclusiva de su local, no tuvo mucho que decir para
convencerla, a ella le gustó la idea de inmediato, estaba aburrida de su vida
itinerante, de montar y desmontar carpas todas las semanas, de servir de paño
de lágrimas a sus compañeros y sobre todo de ceder a los caprichos y vejaciones
del Enano.
La velada terminaba, en la noche oscura las estrellas brillaban en el
firmamento y la Cruz del Sur daba la impresión que se podía alcanzar con las
manos.
El órdago.
Un límpido cielo azul, anunciaba nuevamente un cálido día estival, grillos y
chicharras interpretaban su diaria sinfonía entre los matorrales.
En el carromato se reunieron todos los cómicos de la legua. Priscilla
explicó claramente y sin lugar a dudas, que iba a dejar el circo; hubo gritos y
amenazas, trataron de interceptarle el paso, retuvieron sus pocos y pobres
enseres, pero se mantuvo inflexible, dejaba la farándula, de eso estaba segura.
Cogió sus plumas y lentejuelas y se marchó a grandes zancadas.
Enano corto de estatura, pero
largo a la hora de hacer números, sabía que sin ella la función no tendría
ninguna posibilidad de salir adelante. Incitó agresivamente al resto de actores,
especialmente a Iván el Forzudo para
que encabezara un asalto y traer de vuelta a la casquivana; todos estuvieron de
acuerdo, salvo el saltimbanqui, que trataba de mediar y calmar los ánimos, la
cebra se unió a la discusión lanzando unos sonoros rebuznos, pidiendo a sus
congéneres del vecindario apoyo a la moción.
Priscilla empezó a actuar esa misma noche, había venido toda la plebe de los
alrededores, el salón estaba atestado. Cantaba con su voz profunda y grave,
cuando en medio de la actuación y sin previo aviso, irrumpieron los cirqueros
con inusitada violencia. La pelea fue corta pero sangrienta, Iván cogió a la
artista entre sus brazos, tratando de llevársela por la fuerza, inmediatamente el Coronta
embravecido, se interpuso entre ambos, Iván lo cogió del cuello con fuerza, Juaniquillo reaccionó rápidamente
tratando de proteger a su jefe, se abalanzó sobre el musculoso con su cuchillo
en ristre, pero Enano ya había
previsto este movimiento, hábilmente se dejó caer a sus pies zancadilleándolo como
tantas veces lo había hecho graciosamente en la pista. El cojitranco
sorprendido rodó por los suelos y antes que lograra levantarse, el malabarista,
en un visto y no visto, estampó en la cabeza del despreciable pendenciero, una
de las múltiples botellas vacías que había sobre una mesa. La contienda se hizo
general, los de El Coipo peleaban con los de Panguesillo, las prostitutas se
tiraban de los pelos por antiguos clientes y por viejos amores. Pepe apoyado por el saltimbanqui
intentaban calmar los ánimos infructuosamente.
Rápidamente hizo acto de presencia, una vez más, el ínclito sargento
Matamala, una vez más interrogó a Juaniquillo
y una vez más éste se negó a hablar, por lo tanto, una vez más, fue a dar con sus
huesos a la casa de socorros. La autoridad tomó la sabia decisión de clausurar
el lupanar, meter entre rejas a medio pueblo y a todos los artistas, aduciendo,
una vez más, faltas a la integridad de las personas y a la salud pública.
A causa del cierre del establecimiento y de la imposibilidad de volver a su
antiguo hogar, Priscilla cogió unos trozos de lona raída, unos tablones
apolillados de los cuales aún parecía aflorar risas y aplausos; con estos construye
su humilde hogar a la entrada del pueblo.
Epílogo.
Las faldas de los cerros se habían pintado de ocre y marrón, pronto las
montañas se vestirían de blanco.
En la entrada del pueblo, en el patio de una humilde casita, unos pantalones
y una camisa, aparentemente de un niño deforme, se balanceaban en un tenderete
retorcido y sobre un tonel desvencijado, unos altos suecos se aireaban al sol.
Entre los escasos hierbajos, pastaba un burro con extrañas manchas de pintura
blanca y negra que rebuznaba sin cesar.
En casa de Pepe Vázquez una hermosa joven hacía su entrada al escenario, era
Priscilla, reina de las noches de El Coipo,
su fiel y pelirrojo doncel aplaudía entusiasta como el que más. Pasarían
muchos años, nunca vendrían hijos y serían muy felices, en medio de las
montañas de los valles transversales.
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