La tarde termina,
yo me arrodillo ante ella,
las sombras se acercan,
yo las espero tranquila,
siempre las espero.
La suave brisa alegra mi balcón,
viene, me calma;
los sueños ya no esperan en mi almohada,
se esfuman en medio de la noche rotunda sin estrellas,
como tú lo haces de día.
Eterno marinero de mil mares,
¿por qué no vienes?,
¿acaso sabes que no puedo ser yo en tí?;
¿sabes que es otra?...¿que soy otra?,
la que me desquicia, la que me odia,
es ella la que busca mi dolor y siempre lo encuentra,
es ella la que me parte el corazón en dos y después llora,
es ella la que te aleja, la que te pierde... ella soy yo.
¡Mátala blanca mía!
rómpe una costilla cerca de mi corazón,
que sangre hasta morir... y me deje vivir.
Siempre me haces daño negra mía,
no puedo evitarlo,
sin tí yo jamás seria,
consuelo de noche, llanto de día.
viernes, 30 de julio de 2010
miércoles, 21 de julio de 2010
LA LOCA DE LA CARTERA
La Choza
Fue construida en la cima de la loma a la entrada del pueblo, desde la cual se domina todo el valle. Como un callejón se obserban los inmensos cerros de la precordillera de Los Andes y cuyas laderas alfombradas de parronales, regalan tranquilidad; a los pies de las montañas serpentea alegre y festivo el Río Grande, hasta donde alcanza la vista, se ve a los campesinos trabajar bajo un sol abrazador.
El rancho había sido levantado con tablones viejos, una tabla mal clavada sobre la otra, tenía una sola habitación, que servía a la vez de salón, cocina y dormitorio; en su interior había una cama hecha de jergones y cubierta con un colcha desteñida; sobre una mesa construida con los mismos tablones, descansaba una cartera de raso de un vivo color rojo. El techo de lona agujereado, producía extrañas sombras en el suelo de tierra mal apisonada. En el pequeño patio había un tendedero de ropa, fabricado con unos palos retorcidos y un alambre, en el cual, se batían al viento una peluca rubia, una estola de plumas y un bolero de lentejuelas rojas.
El Circo
“¡¡Pasen a ver el circo!! ¡¡Vengan a ver el circo!! ¡¡Hoy como ayer y por un año más, El Gran Circo Monte Carlo!!” El estribillo retumbaba por los altavoces de una Ford antigua que circulaba lentamente por la calle principal y única del pueblo; detrás del vehículo, desfilaba la banda que sonaba entusiasta dirigida por Fernando, más conocido como el Enano, apodo que recibía por sus 135 cm. de altura, que alcanzaba gracias a unos altos suecos que no se quitaba jamás. Cerraba la comparsa una cebra, importada de África, la cual trataba de acomodar su paso al ritmo de la pegajosa música.
Cuando la banda dejaba de tocar y la cebra de rebuznar, hacia su entrada el pregonero, quién invitaba entusiastamente a todos los habitantes de El Coipo, a disfrutar de las funciones que transcurrirían toda esa semana de febrero. La hora de inicio de cada función sería a las ocho, una vez que el sol caía al atardecer sobre las majestuosas cumbres andinas y una suave brisa bajaba de los altos picos, refrescando los tórridos días de verano.
Los habitantes del pueblo estaban emocionados con la llegada del circo, todo el mundo hablaba del colorido de la cebra, del saltimbanqui y sus piruetas, de la centena de huevos que comía Iván el forzudo y sobre todo de Priscilla, la bella y delicada rubia de lentejuelas rojas.
Una desvaída alfombra roja, disimulaba la dura tierra llena de pedruscos de la cancha de fútbol en que se había situado el coliseo; las graderías estaban construidas con nudosos tablones, de los cuales sobresalían innumerables clavos, que a pesar de los tantos martillazos, siempre volvían a emerger, lo que convertía en una hazaña para el espectador, el salir indemne con su vestimenta. La carpa estaba amarrada con unas cuerdas deshilachadas a unas estacas despintadas; lo que daba la impresión, que al primer ventarrón, haría volar por los aires carpa, público y farándula incluida.
Las Periquitas
Era el centro social, lugar de reunión obligado para los varones del poblado, único boliche de El Coipo, regentado por Pepe Vázquez, alias el Coronta, apodo que se había ganado, cuando pasado de copas, trataba de demostrar su dudosa hombría y en un acto ostentación, sacaba su miembro viril, del cual sobresalían unos vellos rojizos que daban la apariencia de una coronta de maíz. Las Periquitas era un burdel de mala muerte con unas cuantas mesas cojas, sin manteles, habitualmente cubiertas de botellas de cerveza, la mayor parte ya vacías. La música alegre y contagiosa se escuchaba desde que entrabas hasta que salías del pueblo. El recinto atraía a mucha gente, los precios eran muy asequibles y más que las copas, lo eran las fulanas.
El Coronta pasaba la noche divirtiendo con su graciosa presencia a los clientes, solía invitar a copas a los más guapos y atractivos de los alrededores, con el mal disimulado afán de emborracharlos, una vez conseguido su objetivo, se ofrecía gentilmente para llevarlos a sus casas. Al día siguiente, una maliciosa sonrisa adornaba su cara durante todo el día; muy distinto era el aspecto del ingenuo mancebo, quien despertaba con una lamentable resaca y un inexplicable escozor en sus íntimas partes.
Juaniquillo mano derecha y vasallo fiel de don Pepe, era el encargado de dar la bienvenida a los clientes, mantener el orden y dar protección a las mujeres. Personajillo marrullero y cojitranco, del cual no se sabía que era más peligrosa, su afilada lengua o su navaja.
Cerraba este heterogéneo grupo, cuatro cortesanas, que de lejos lo parecían y de cerca no quedaba la menor duda, aportaban al negocio una importante cuota de amor, cuota que subía y bajaba dependiendo del precio que pagaba el usuario.
Un día apareció inesperadamente en el burdel una ambulancia, escoltada por el sargento Matamala, quién ordenó el traslado de dos Pericas: la Mote y la Jacky quienes fueron trasladas al hospital de Ovalle. Se les notificó que ambas podían estar infectadas, por lo tanto, tendrían que pasar una revisión médica urgente. En el pueblo corrió rápidamente el rumor que ambas eran portadoras del SIDA. Los vecinos estaban asustados y las mujeres corrían despavoridas desde la comisaría a la iglesia, del confesionario al centro de salud, tratando de averiguar si sus “leales” maridos estaban entre los infaustos. Aprovechando el pánico, más de una cogió a hijos y partió rumbo a Calama con el respectivo amante, abandonado al esposo por “guarro infiel”. Finalmente todo quedó en un mal susto, solucionado por incontables y dolorosos pinchazos de penicilina, que se impartió a medio pueblo
La Función
Ya había actuado Fernando, el payaso, también director financiero de la empresa y que previamente y sin maquillaje había cobrado las entradas, vendido palomitas, cacahuetes y manzanas confitadas. El número del saltimbanqui había sido un éxito, personaje que también ejercía de trompetista y encargado de la enfermería. Su actuación junto con la del trapecista eran las más emocionantes; el circo no tenía red, esto producía un silencio absoluto entre los espectadores, el pánico se palpaba, ya que si caían, con seguridad no les daría tiempo a contarlo.
Se anunció a continuación por los altavoces, que por una módica suma de dinero adicional, el respetable público podría ver actuar a la rutilante estrella de lentejuelas rojas, Priscilla, la Loca de la cartera, todos permanecieron en su sitio.
Con un redoble de tambores se iniciaba la segunda parte del programa. Las luces se iban atenuando cada vez más. Empezaba a sonar la suave y cadenciosa música del Bolero de Ravel, interpretado por el oboe de Jean Pierre, (músico, presentador oficial y prestidigitador). Entraba Priscilla, toda rubia y carmesí, 20 años recién cumplidos, unas interminables piernas le daban una apariencia elegante y sofisticada, que no correspondía a la pobreza del entorno.
La melodía la envolvía en un aura mágica, se contoneaba, sonreía y miraba coqueta a la galería. Una ovación cerrada premiaba el comienzo de su actuación, a medida que sus canciones se iban sucediendo, se mezclaba cada vez más entre la muchedumbre, provocándolos con su erotismo, se movía con sensualidad, agitaba su estola, las plumas rojas caían lentamente al suelo de tierra. Insinuaba unos generosos pechos ayudada por un sujetador relleno de goma espuma. Cantaba y bailaba, estaba en medio de un gentío eufórico. Un espectador deslumbrado, cogió su mano y la besó, lo premió con una sonrisa cautivadora, otro más osado tocó sus piernas, la Loca de la cartera se giró con destreza y le dio un golpe certero con su cartera de raso, rellena con un montón de bolitas de plomo. El hombre se sonrojó, el público estalló en carcajadas; mientras más atrevidos, más tortazos repartía la artista y más reía la audiencia. Al final, sólo en ésto consistía su gracioso número y el éxito de su representación.
Todo funcionaba a la perfección hasta que se acercó al necio del pueblo, Juaniquillo, que como todos los tontos, se creía el más avispado, quiso ir más lejos que los demás, metió su zarrapastrosa mano en la entrepierna de la artista, ella, indignada lo golpeó con todas sus fuerzas en la cara. ¡Fue terrible! La multitud enmudeció, el hombrecillo cayó de lo alto de la gradería, con tan mala fortuna que en su caída, uno de los tantos clavos que sobresalían del entablado desgarró su espalda, su camisa blanca se tiñó de rojo, había sangre por todo y, a consecuencias del golpazo, uno de sus ojos adquirió un extraño color violáceo.
Con el escándalo hizo su aparición el sargento Matamala. No hubo forma de sacarle palabra alguna al accidentado, por este motivo, enfadado, ordenó el inmediato traslado del infausto a la casa de socorros. La principal sospechosa era la cantante, estuvo a punto de ser detenida, por poco cierran el circo, alegando el policía, faltas a la integridad de las personas y a la salud pública. Más tarde Juaniquillo haría toda clase de comentarios insensatos sobre la bella protagonista, a los que, por supuesto, nadie daría crédito.
Al día siguiente e intrigado por los comentarios, Pepe Vázquez se vistió de tiros largos, demasiado ostentoso para la ocasión; sacó la entrada más cara, en primera fila, por supuesto; con respaldo y cojín. Su presencia destacaba entre el público, pelirrojo, alto, distinguido y guapo; había estudiado en un buen colegio, la educación y su casa habían sido la única herencia familiar, vivienda que él transformaría con el tiempo en Las Periquitas.
En cuanto la actriz entró al escenario, llamó su atención aquel elegante y apuesto varón sentado en primera fila. Aunque no hubo tantos carterazos y el público no pudo reír como en ocasiones anteriores, el Coronta quedó maravillado con su voz y su actuación. Tanto que al término de la función fue a felicitarla, la besó en la mejilla, inmediatamente una poderosa fuerza lo estremeció de los pies a la cabeza, ella a su vez, se sintió profundamente conmocionada, ¡¡fue un auténtico flechazo!!.
La cita
Había pocos clientes esa noche en Las Periquitas, ella disfrutaba del momento, hacía mucho que no tenía ocasión de estar con un hombre tan atractivo y galante, en cambio, a él no le dejaban de dar vueltas en la cabeza los comentarios viperinos de Juaniquillo, esto lo inquietaba y seducía al mismo tiempo. Le pidió que cantara, ella accedió con provocación, añadiendo que no sólo cantaría sino que, además, bailaría para él.
Esa noche el cojitranco permitió sólo la entrada a "lo mejor de cada casa", advirtiendo de ante mano, que Priscilla era la invitada de honor y no se permitirían desmanes, de lo contrario tendrían que vérselas con él. Había venido gente de todo el valle a ver a la rubia circense, las noticias vuelan en los pueblos pequeños. Corría más vino y pisco que agua en el río, el negocio iba sobre ruedas, el dueño invitó a una ronda a todos los clientes por la salud y felicidad futura de la intérprete, todos vitorearon.
El Coronta estaba encantado con su pícaro proyecto, no sólo aumentaría las posibilidades comerciales de su negocio, sino también, sentía un incontrolable deseo de seducir y poseer a la actriz. Fue directo al grano, le ofreció nombrarla estrella exclusiva de su local, no tuvo mucho que decir para convencerla, a ella le gustó la idea de inmediato, estaba aburrida de su vida itinerante, de montar y desmontar carpas todas las semanas, de servir de paño de lágrimas a sus compañeros y sobre todo de ceder a los caprichos y vejaciones del Enano.
La velada terminaba, en la noche oscura las estrellas brillaban en el firmamento y la Cruz del Sur daba la impresión que se podía alcanzar con las manos.
El órdago.
Un límpido cielo azul, anunciaba nuevamente un cálido día estival, grillos y chicharras interpretaban su diaria sinfonía entre los matorrales.
En el carromato se reunieron todos los cómicos de la legua. Priscilla explicó claramente y sin lugar a dudas, que iba a dejar el circo; hubo gritos y amenazas, trataron de interceptarle el paso, retuvieron sus pocos y pobres enseres, pero se mantuvo inflexible, dejaba la farándula, de eso estaba segura. Cogió sus plumas y lentejuelas y se marchó a grandes zancadas.
Enano corto de estatura, pero largo a la hora de hacer números, sabía que sin ella la función no tendría ninguna posibilidad de salir adelante. Incitó agresivamente al resto de actores, especialmente a Iván el Forzudo para que encabezara un asalto y traer de vuelta a la casquivana; todos estuvieron de acuerdo, salvo el saltimbanqui, que trataba de mediar y calmar los ánimos, la cebra se unió a la discusión lanzando unos sonoros rebuznos, pidiendo a sus congéneres del vecindario apoyo a la moción.
Priscilla empezó a actuar esa misma noche, había venido toda la plebe de los alrededores, el salón estaba atestado. Cantaba con su voz profunda y grave, cuando en medio de la actuación y sin previo aviso, irrumpieron los cirqueros con inusitada violencia. La pelea fue corta pero sangrienta, Iván cogió a la artista entre sus brazos, tratando de llevársela por la fuerza, inmediatamente el Coronta embravecido, se interpuso entre ambos, Iván lo cogió del cuello con fuerza, Juaniquillo reaccionó rápidamente tratando de proteger a su jefe, se abalanzó sobre el musculoso con su cuchillo en ristre, pero Enano ya había previsto este movimiento, hábilmente se dejó caer a sus pies zancadilleándolo como tantas veces lo había hecho graciosamente en la pista. El cojitranco sorprendido rodó por los suelos y antes que lograra levantarse, el malabarista, en un visto y no visto, estampó en la cabeza del despreciable pendenciero, una de las múltiples botellas vacías que había sobre una mesa. La contienda se hizo general, los de El Coipo peleaban con los de Panguesillo, las prostitutas se tiraban de los pelos por antiguos clientes y por viejos amores. Pepe apoyado por el saltimbanqui intentaban calmar los ánimos infructuosamente.
Rápidamente hizo acto de presencia, una vez más, el ínclito sargento Matamala, una vez más interrogó a Juaniquillo y una vez más éste se negó a hablar, por lo tanto, una vez más, fue a dar con sus huesos a la casa de socorros. La autoridad tomó la sabia decisión de clausurar el lupanar, meter entre rejas a medio pueblo y a todos los artistas, aduciendo, una vez más, faltas a la integridad de las personas y a la salud pública.
A causa del cierre del establecimiento y de la imposibilidad de volver a su antiguo hogar, Priscilla cogió unos trozos de lona raída, unos tablones apolillados de los cuales aún parecía aflorar risas y aplausos; con estos construye su humilde hogar a la entrada del pueblo.
Epílogo.
Las faldas de los cerros se habían pintado de ocre y marrón, pronto las montañas se vestirían de blanco.
En la entrada del pueblo, en el patio de una humilde casita, unos pantalones y una camisa, aparentemente de un niño deforme, se balanceaban en un tenderete retorcido y sobre un tonel desvencijado, unos altos suecos se aireaban al sol. Entre los escasos hierbajos, pastaba un burro con extrañas manchas de pintura blanca y negra que rebuznaba sin cesar.
En casa de Pepe Vázquez una hermosa joven hacía su entrada al escenario, era Priscilla, reina de las noches de El Coipo, su fiel y pelirrojo doncel aplaudía entusiasta como el que más. Pasarían muchos años, nunca vendrían hijos y serían muy felices, en medio de las montañas de los valles transversales.
Fue construida en la cima de la loma a la entrada del pueblo, desde la cual se domina todo el valle. Como un callejón se obserban los inmensos cerros de la precordillera de Los Andes y cuyas laderas alfombradas de parronales, regalan tranquilidad; a los pies de las montañas serpentea alegre y festivo el Río Grande, hasta donde alcanza la vista, se ve a los campesinos trabajar bajo un sol abrazador.
El rancho había sido levantado con tablones viejos, una tabla mal clavada sobre la otra, tenía una sola habitación, que servía a la vez de salón, cocina y dormitorio; en su interior había una cama hecha de jergones y cubierta con un colcha desteñida; sobre una mesa construida con los mismos tablones, descansaba una cartera de raso de un vivo color rojo. El techo de lona agujereado, producía extrañas sombras en el suelo de tierra mal apisonada. En el pequeño patio había un tendedero de ropa, fabricado con unos palos retorcidos y un alambre, en el cual, se batían al viento una peluca rubia, una estola de plumas y un bolero de lentejuelas rojas.
El Circo
“¡¡Pasen a ver el circo!! ¡¡Vengan a ver el circo!! ¡¡Hoy como ayer y por un año más, El Gran Circo Monte Carlo!!” El estribillo retumbaba por los altavoces de una Ford antigua que circulaba lentamente por la calle principal y única del pueblo; detrás del vehículo, desfilaba la banda que sonaba entusiasta dirigida por Fernando, más conocido como el Enano, apodo que recibía por sus 135 cm. de altura, que alcanzaba gracias a unos altos suecos que no se quitaba jamás. Cerraba la comparsa una cebra, importada de África, la cual trataba de acomodar su paso al ritmo de la pegajosa música.
Cuando la banda dejaba de tocar y la cebra de rebuznar, hacia su entrada el pregonero, quién invitaba entusiastamente a todos los habitantes de El Coipo, a disfrutar de las funciones que transcurrirían toda esa semana de febrero. La hora de inicio de cada función sería a las ocho, una vez que el sol caía al atardecer sobre las majestuosas cumbres andinas y una suave brisa bajaba de los altos picos, refrescando los tórridos días de verano.
Los habitantes del pueblo estaban emocionados con la llegada del circo, todo el mundo hablaba del colorido de la cebra, del saltimbanqui y sus piruetas, de la centena de huevos que comía Iván el forzudo y sobre todo de Priscilla, la bella y delicada rubia de lentejuelas rojas.
Una desvaída alfombra roja, disimulaba la dura tierra llena de pedruscos de la cancha de fútbol en que se había situado el coliseo; las graderías estaban construidas con nudosos tablones, de los cuales sobresalían innumerables clavos, que a pesar de los tantos martillazos, siempre volvían a emerger, lo que convertía en una hazaña para el espectador, el salir indemne con su vestimenta. La carpa estaba amarrada con unas cuerdas deshilachadas a unas estacas despintadas; lo que daba la impresión, que al primer ventarrón, haría volar por los aires carpa, público y farándula incluida.
Las Periquitas
Era el centro social, lugar de reunión obligado para los varones del poblado, único boliche de El Coipo, regentado por Pepe Vázquez, alias el Coronta, apodo que se había ganado, cuando pasado de copas, trataba de demostrar su dudosa hombría y en un acto ostentación, sacaba su miembro viril, del cual sobresalían unos vellos rojizos que daban la apariencia de una coronta de maíz. Las Periquitas era un burdel de mala muerte con unas cuantas mesas cojas, sin manteles, habitualmente cubiertas de botellas de cerveza, la mayor parte ya vacías. La música alegre y contagiosa se escuchaba desde que entrabas hasta que salías del pueblo. El recinto atraía a mucha gente, los precios eran muy asequibles y más que las copas, lo eran las fulanas.
El Coronta pasaba la noche divirtiendo con su graciosa presencia a los clientes, solía invitar a copas a los más guapos y atractivos de los alrededores, con el mal disimulado afán de emborracharlos, una vez conseguido su objetivo, se ofrecía gentilmente para llevarlos a sus casas. Al día siguiente, una maliciosa sonrisa adornaba su cara durante todo el día; muy distinto era el aspecto del ingenuo mancebo, quien despertaba con una lamentable resaca y un inexplicable escozor en sus íntimas partes.
Juaniquillo mano derecha y vasallo fiel de don Pepe, era el encargado de dar la bienvenida a los clientes, mantener el orden y dar protección a las mujeres. Personajillo marrullero y cojitranco, del cual no se sabía que era más peligrosa, su afilada lengua o su navaja.
Cerraba este heterogéneo grupo, cuatro cortesanas, que de lejos lo parecían y de cerca no quedaba la menor duda, aportaban al negocio una importante cuota de amor, cuota que subía y bajaba dependiendo del precio que pagaba el usuario.
Un día apareció inesperadamente en el burdel una ambulancia, escoltada por el sargento Matamala, quién ordenó el traslado de dos Pericas: la Mote y la Jacky quienes fueron trasladas al hospital de Ovalle. Se les notificó que ambas podían estar infectadas, por lo tanto, tendrían que pasar una revisión médica urgente. En el pueblo corrió rápidamente el rumor que ambas eran portadoras del SIDA. Los vecinos estaban asustados y las mujeres corrían despavoridas desde la comisaría a la iglesia, del confesionario al centro de salud, tratando de averiguar si sus “leales” maridos estaban entre los infaustos. Aprovechando el pánico, más de una cogió a hijos y partió rumbo a Calama con el respectivo amante, abandonado al esposo por “guarro infiel”. Finalmente todo quedó en un mal susto, solucionado por incontables y dolorosos pinchazos de penicilina, que se impartió a medio pueblo
La Función
Ya había actuado Fernando, el payaso, también director financiero de la empresa y que previamente y sin maquillaje había cobrado las entradas, vendido palomitas, cacahuetes y manzanas confitadas. El número del saltimbanqui había sido un éxito, personaje que también ejercía de trompetista y encargado de la enfermería. Su actuación junto con la del trapecista eran las más emocionantes; el circo no tenía red, esto producía un silencio absoluto entre los espectadores, el pánico se palpaba, ya que si caían, con seguridad no les daría tiempo a contarlo.
Se anunció a continuación por los altavoces, que por una módica suma de dinero adicional, el respetable público podría ver actuar a la rutilante estrella de lentejuelas rojas, Priscilla, la Loca de la cartera, todos permanecieron en su sitio.
Con un redoble de tambores se iniciaba la segunda parte del programa. Las luces se iban atenuando cada vez más. Empezaba a sonar la suave y cadenciosa música del Bolero de Ravel, interpretado por el oboe de Jean Pierre, (músico, presentador oficial y prestidigitador). Entraba Priscilla, toda rubia y carmesí, 20 años recién cumplidos, unas interminables piernas le daban una apariencia elegante y sofisticada, que no correspondía a la pobreza del entorno.
La melodía la envolvía en un aura mágica, se contoneaba, sonreía y miraba coqueta a la galería. Una ovación cerrada premiaba el comienzo de su actuación, a medida que sus canciones se iban sucediendo, se mezclaba cada vez más entre la muchedumbre, provocándolos con su erotismo, se movía con sensualidad, agitaba su estola, las plumas rojas caían lentamente al suelo de tierra. Insinuaba unos generosos pechos ayudada por un sujetador relleno de goma espuma. Cantaba y bailaba, estaba en medio de un gentío eufórico. Un espectador deslumbrado, cogió su mano y la besó, lo premió con una sonrisa cautivadora, otro más osado tocó sus piernas, la Loca de la cartera se giró con destreza y le dio un golpe certero con su cartera de raso, rellena con un montón de bolitas de plomo. El hombre se sonrojó, el público estalló en carcajadas; mientras más atrevidos, más tortazos repartía la artista y más reía la audiencia. Al final, sólo en ésto consistía su gracioso número y el éxito de su representación.
Todo funcionaba a la perfección hasta que se acercó al necio del pueblo, Juaniquillo, que como todos los tontos, se creía el más avispado, quiso ir más lejos que los demás, metió su zarrapastrosa mano en la entrepierna de la artista, ella, indignada lo golpeó con todas sus fuerzas en la cara. ¡Fue terrible! La multitud enmudeció, el hombrecillo cayó de lo alto de la gradería, con tan mala fortuna que en su caída, uno de los tantos clavos que sobresalían del entablado desgarró su espalda, su camisa blanca se tiñó de rojo, había sangre por todo y, a consecuencias del golpazo, uno de sus ojos adquirió un extraño color violáceo.
Con el escándalo hizo su aparición el sargento Matamala. No hubo forma de sacarle palabra alguna al accidentado, por este motivo, enfadado, ordenó el inmediato traslado del infausto a la casa de socorros. La principal sospechosa era la cantante, estuvo a punto de ser detenida, por poco cierran el circo, alegando el policía, faltas a la integridad de las personas y a la salud pública. Más tarde Juaniquillo haría toda clase de comentarios insensatos sobre la bella protagonista, a los que, por supuesto, nadie daría crédito.
Al día siguiente e intrigado por los comentarios, Pepe Vázquez se vistió de tiros largos, demasiado ostentoso para la ocasión; sacó la entrada más cara, en primera fila, por supuesto; con respaldo y cojín. Su presencia destacaba entre el público, pelirrojo, alto, distinguido y guapo; había estudiado en un buen colegio, la educación y su casa habían sido la única herencia familiar, vivienda que él transformaría con el tiempo en Las Periquitas.
En cuanto la actriz entró al escenario, llamó su atención aquel elegante y apuesto varón sentado en primera fila. Aunque no hubo tantos carterazos y el público no pudo reír como en ocasiones anteriores, el Coronta quedó maravillado con su voz y su actuación. Tanto que al término de la función fue a felicitarla, la besó en la mejilla, inmediatamente una poderosa fuerza lo estremeció de los pies a la cabeza, ella a su vez, se sintió profundamente conmocionada, ¡¡fue un auténtico flechazo!!.
La cita
Había pocos clientes esa noche en Las Periquitas, ella disfrutaba del momento, hacía mucho que no tenía ocasión de estar con un hombre tan atractivo y galante, en cambio, a él no le dejaban de dar vueltas en la cabeza los comentarios viperinos de Juaniquillo, esto lo inquietaba y seducía al mismo tiempo. Le pidió que cantara, ella accedió con provocación, añadiendo que no sólo cantaría sino que, además, bailaría para él.
Esa noche el cojitranco permitió sólo la entrada a "lo mejor de cada casa", advirtiendo de ante mano, que Priscilla era la invitada de honor y no se permitirían desmanes, de lo contrario tendrían que vérselas con él. Había venido gente de todo el valle a ver a la rubia circense, las noticias vuelan en los pueblos pequeños. Corría más vino y pisco que agua en el río, el negocio iba sobre ruedas, el dueño invitó a una ronda a todos los clientes por la salud y felicidad futura de la intérprete, todos vitorearon.
El Coronta estaba encantado con su pícaro proyecto, no sólo aumentaría las posibilidades comerciales de su negocio, sino también, sentía un incontrolable deseo de seducir y poseer a la actriz. Fue directo al grano, le ofreció nombrarla estrella exclusiva de su local, no tuvo mucho que decir para convencerla, a ella le gustó la idea de inmediato, estaba aburrida de su vida itinerante, de montar y desmontar carpas todas las semanas, de servir de paño de lágrimas a sus compañeros y sobre todo de ceder a los caprichos y vejaciones del Enano.
La velada terminaba, en la noche oscura las estrellas brillaban en el firmamento y la Cruz del Sur daba la impresión que se podía alcanzar con las manos.
El órdago.
Un límpido cielo azul, anunciaba nuevamente un cálido día estival, grillos y chicharras interpretaban su diaria sinfonía entre los matorrales.
En el carromato se reunieron todos los cómicos de la legua. Priscilla explicó claramente y sin lugar a dudas, que iba a dejar el circo; hubo gritos y amenazas, trataron de interceptarle el paso, retuvieron sus pocos y pobres enseres, pero se mantuvo inflexible, dejaba la farándula, de eso estaba segura. Cogió sus plumas y lentejuelas y se marchó a grandes zancadas.
Enano corto de estatura, pero largo a la hora de hacer números, sabía que sin ella la función no tendría ninguna posibilidad de salir adelante. Incitó agresivamente al resto de actores, especialmente a Iván el Forzudo para que encabezara un asalto y traer de vuelta a la casquivana; todos estuvieron de acuerdo, salvo el saltimbanqui, que trataba de mediar y calmar los ánimos, la cebra se unió a la discusión lanzando unos sonoros rebuznos, pidiendo a sus congéneres del vecindario apoyo a la moción.
Priscilla empezó a actuar esa misma noche, había venido toda la plebe de los alrededores, el salón estaba atestado. Cantaba con su voz profunda y grave, cuando en medio de la actuación y sin previo aviso, irrumpieron los cirqueros con inusitada violencia. La pelea fue corta pero sangrienta, Iván cogió a la artista entre sus brazos, tratando de llevársela por la fuerza, inmediatamente el Coronta embravecido, se interpuso entre ambos, Iván lo cogió del cuello con fuerza, Juaniquillo reaccionó rápidamente tratando de proteger a su jefe, se abalanzó sobre el musculoso con su cuchillo en ristre, pero Enano ya había previsto este movimiento, hábilmente se dejó caer a sus pies zancadilleándolo como tantas veces lo había hecho graciosamente en la pista. El cojitranco sorprendido rodó por los suelos y antes que lograra levantarse, el malabarista, en un visto y no visto, estampó en la cabeza del despreciable pendenciero, una de las múltiples botellas vacías que había sobre una mesa. La contienda se hizo general, los de El Coipo peleaban con los de Panguesillo, las prostitutas se tiraban de los pelos por antiguos clientes y por viejos amores. Pepe apoyado por el saltimbanqui intentaban calmar los ánimos infructuosamente.
Rápidamente hizo acto de presencia, una vez más, el ínclito sargento Matamala, una vez más interrogó a Juaniquillo y una vez más éste se negó a hablar, por lo tanto, una vez más, fue a dar con sus huesos a la casa de socorros. La autoridad tomó la sabia decisión de clausurar el lupanar, meter entre rejas a medio pueblo y a todos los artistas, aduciendo, una vez más, faltas a la integridad de las personas y a la salud pública.
A causa del cierre del establecimiento y de la imposibilidad de volver a su antiguo hogar, Priscilla cogió unos trozos de lona raída, unos tablones apolillados de los cuales aún parecía aflorar risas y aplausos; con estos construye su humilde hogar a la entrada del pueblo.
Epílogo.
Las faldas de los cerros se habían pintado de ocre y marrón, pronto las montañas se vestirían de blanco.
En la entrada del pueblo, en el patio de una humilde casita, unos pantalones y una camisa, aparentemente de un niño deforme, se balanceaban en un tenderete retorcido y sobre un tonel desvencijado, unos altos suecos se aireaban al sol. Entre los escasos hierbajos, pastaba un burro con extrañas manchas de pintura blanca y negra que rebuznaba sin cesar.
En casa de Pepe Vázquez una hermosa joven hacía su entrada al escenario, era Priscilla, reina de las noches de El Coipo, su fiel y pelirrojo doncel aplaudía entusiasta como el que más. Pasarían muchos años, nunca vendrían hijos y serían muy felices, en medio de las montañas de los valles transversales.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)